El problema del movimiento se remonta hasta las raíces de la filosofía. Con el surgimiento del poema de Parménides y la doctrina de Heráclito, ambos legados en fragmentos, dos corrientes se fundan en el pensamiento: aquella que defiende una postura estática de lo real y otra que sostiene que lo real se encuentra en perpetuo flujo (πάντα ρεῖ). En el pensamiento griego, el movimiento surge como problema ante el hecho irrefutable de que el propio pensamiento se refiere a algo, enuncia algo. El λόγος entonces se ve afectado por el hecho de que el movimiento está inmerso en las cosas enunciadas ¿Cómo nos referimos a lo real si esto se mueve? ¿Cómo confiar en los sentidos si estos también están a merced de lo fugaz? La esencia — la οὐσία — se aprehende de las cosas, se mantiene ante el tránsito de los procesos. El “Ser” entonces se postula como el rasgo inerte que se encuentra en todas las cosas individuales. Desde que la escuela de los Eleatas llevó los postulados de Parménides a sus últimas consecuencias, la filosofía batalla con posturas que enuncian la necesidad de una entidad inerte para dar consistencia a los entes. ¿Qué es exactamente el movimiento? ¿Por qué el ser debe ser extra tempóreo? Cuando llega el siglo XX, 2,000 años después del planteamiento del problema, el movimiento recurre nuevamente a la filosofía.
We know little of the state of departed souls, because such knowledge is not necessary to a good life.
Samuel Johnson, Serious reflections on the death of a friend.
Nos movemos. Plantear la pregunta — como si hubiera otra respuesta — es si acaso un juego trillado. Es obvio que nos movemos, y decir algo más serviría como un dispositivo estúpido para llevar la conversación a un caudal inútil. Puesto que vivimos, nos movemos; quien reduzca esto al traslado se encuentra ya en el terreno de la idiotez. Nos movemos en cuanto que un afecto nos agita, sentimiento que Samuel Johnson encontró en el quehacer «inmóvil» de la escritura. Rehusarse a morir hila nuestro ejercicio con la invención de metáforas: escribir — con el motivo de la distinción al horizonte — es el trabajo empujado por la presencia de la muerte. Johnson — nos dice Harold Bloom — había entendido que la labor del escribir, el constante empleo de la invención, la búsqueda ansiosa del reconocimiento canónico, conviene al declive de la vida, pues la resignación al reposo ensimisma a la mente y la hace consumirse a sí misma, con lo que la labor de la invención literaria subsana la presencia indómita, cada vez más ingente y morosa, de la muerte. 1 La posición de Johnson es sugerente por muchas razones, desde el punto de la crítica literaria tradicional, este pensamiento fija el centro del estudio y valor de las letras en el carácter generativo del autor; desde un punto de vista plenamente filosófico sugiere que la contracorriente de la salud existencial es el movimiento, el continuo despliegue de las posibilidades del existente mantiene que la semilla de su eliminación yace dentro de sí: el germinar de sus acciones siguen el hilo conductor de su final, que la vida, aún reposando en la pura indigencia de la pereza, se encuentra dentro de un ímpetu imperioso e ineludible, que no hay entonces tal cosa como el reposo o, al menos, no en el sentido en que el reposo signifique la ausencia de movimiento.
Rehusarse a morir, es rehusarse al movimiento. La vida del crítico inglés declinó en la angustia ante la figura de Alexander Pope, modelo ínclito de la labor poética del siglo XVIII. Tanto así, dice Harold Bloom, que su entusiasmo por Pope lo llevó a la hipérbole. Pope habría definido la culminación de la poesía inglesa con la traducción y recomposición de la Ilíada homérica al inglés. Para Johnson, ese ademán literario pone a Pope por encima de todo poeta inglés porque muestra una línea directa que se origina en Homero y pasa por Virgilio, por Dante y por Shakespeare, es decir, que enhebra una genealogía del genio poético que culminó con la repetición de las formas originarias de la epopeya en un ejercicio que revive y revisa a Homero. Con la traducción de la Ilíada, Pope se habría ganado la distinción, la inmortalidad. Johnson, hombre conservador y profusamente creyente, había heredado la sentimentalidad paternalista de la aristocracia griega: el único medio de asegurarse un lugar en la memoria del mundo terrenal es la trascendencia por medio de la distinción. Esto, por supuesto, socava las ansias poéticas de Johnson, la hazaña de Pope trivializa cualquiera de los ejercicios poéticos de los hombres de su tiempo. Empero, la angustia de la influencia que Johnson sufrió amurallado entre los pilares de Shakespeare y Pope le reveló el ansiar de la movilidad corriendo al interior de todo existente: somos finitos, el tiempo fluye irreversiblemente y cada momento que pasa se nos escurre entre los dedos.
En un momento de lucidez inspirado por la tristeza causada por la repentina muerte de su madre y revestido de un sentimiento de amistad, en Serious reflections on the death of a friend nos dice Johnson:
“Nothing is more evident than that the decays of age must terminate in death; yet there is no man, says Tully, who does not believe that he may yet live another year; and there is none who does not, upon the same principle, hope another year for his parent or his friend: but the fallacy will be in time detected; the last year, the last day, must come. It has come, and is past. The life which made my own life pleasant is at an end, and the gates of death are shut upon my prospects.”
El reconocimiento del duelo ante el dolor no reviste al luto con los atavíos de la resignación, sino con el calamitoso sentimiento de la contingencia; de la espera ineludible de un matiz claro oscuro donde estamos igualmente impelidos a morir porque somos plenamente móviles:
“Yet such is the course of nature, that whoever lives long must outlive those whom he loves and honours. Such is the condition of our present existence, that life must one time lose its associations, and every inhabitant of the earth must walk downward to the grave alone and unregarded, without any partner of his joy or grief, without any interested witness of his misfortunes or success”. 2
Tal es el sendero que seguimos, un impulso fúnebre que nos empuja hasta el final. Ignorar el resquicio de la muerte es ignorar por completo el caudal que envuelve a toda cosa repartida por el mundo. Johnson nos instala dentro del carácter que el movimiento toma en la filosofía contemporánea: moverse ya no es la descripción de un proceso de causas, sino que pasa inconfundiblemente en todo suceso visible e invisible. Lo que es evidente con el paso del tiempo hacia el destino hondo de la muerte es que hay movimiento. Y, es cierto, es también trillado recordar que la única cosa que es segura es que moriremos. Pero, a veces, desconocemos esta amplitud del movimiento. Nos abruma pensar estar rodeados por el movimiento, irreversible flujo que se traduce en nuestra visión somera del tiempo; encontramos consuelo en el supuesto reposo de algunas cosas, la permanencia de nuestro coche, nuestra casa, nuestro teléfono, las fotografías de aquel día con aquella persona, la cara de nuestro ser amado atenuándose un poco más dentro de nuestra memoria; la fingida consistencia de nuestra vida.Nos encontramos con la angustia al tropezar con el muro del tiempo, al dar de bruces con una constelación inquieta, cifrada permanentemente en la impersonal compulsión de la alteración y el cambio, cuando vemos que moverse no se reduce a un traslado de un lugar a otro, sino también de una estación a otra, de un estado a otro, desde la acción aparente de la vida al movimiento callado que procede a la muerte. Como seres finitos, damos también la apariencia de ser inestables, y a eso lo refuerza el hecho — en realidad positivo — de estar dispuestos hacia un horizonte de posibilidades indefinidas. El sentimiento que se retrae contra la muerte es ese mismo divisar el vacío donde podemos movernos libremente, siempre y cuando, por supuesto, el mundo lo permita.
Y este sentimiento, este presentimiento de lo irremediable, nos puede asaltar súbitamente en un momento de aburrimiento o de espera. Viendo el teléfono sin datos, esperando el camión en una calle desierta, los árboles mecidos por el aire cobran sentido repentinamente, el tiempo bruto que me queda antes de mi siguiente compromiso o los meses que van del año se exacerban, pronto el tiempo nos acosa y ningún pasatiempo lo acalla. Lo que se mueve se hace evidente entonces con el paso irrevocable e irreversible del tiempo y nosotros nos sumamos a ese carácter irregular dentro de él, donde cualquier evento, cualquier cosa posible, puede estallar su cauce inabarcable. El tiempo, el albor donde se anuncia el movimiento, se deja ver en los momentos de aparente quietud con su susurro constante en los momentos de silencio. Una época que ahuyenta cualquier asomo del aburrimiento reincide constantemente en una omisión del sentido del tiempo, un ignorar el carácter móvil que nos forma, una sumisión a imágenes frágiles donde la muerte se convierte en un espectáculo. La muerte no me pertenece, deja de ser mi muerte, es ya la muerte, un vago retrato montado en el espectáculo endeble del mundo.
Podrá parecer una empresa taciturna elaborar esta nota desde el recordatorio de la muerte, pero esto es debido a que el movimiento, continuamente desatendida su naturaleza y su esencia, se impone ante nosotros con la potencia imperante de sus fenómenos. Todo, en efecto, está permeado por el cambio ¿Nos desilusionamos ante ese estado sumido en el flujo perpetuo? Un desencanto ante la maravilla metafísica del mundo es un empecinamiento más funesto que el reconocimiento de la finitud, éso sería caer en los derroteros del río de Crátilo cuyas aguas, más raudas, más sumidas dentro del perpetuo cambio inasible del devenir que el propio río de su maestro Heráclito, nos ahogan. Sumergirnos en unas aguas donde no nos dejarían bañarnos siquiera una vez sus caudales, dejarnos a la deriva y como el irónico Crátilo recurrir a meros gestos con los dedos de la mano porque la palabra es endeble y no atrapa a la esencia de las cosas; caer en esa desilusión es un abismo más profundo que la muerte. Visto a la luz del propio movimiento, la muerte reafirma a la vida. En su culminación, la vida trasluce todos sus impulsos proyectados hacia el porvenir. Impulsos, movimientos, acciones, no reducidas a la desembocadura de una corriente fija, sino que en ello hay un estallido de distintos puntos en fuga. La muerte realza a la vida porque su inextricabilidad, su inevitabilidad, también destaca el ámbito indeterminado de su llegada. No sabemos cómo moriremos, cuando se hará ver la muerte, pero su acecho convierte a la vida en un hervidero de tácitas posibilidades inscritas en esa morosa condena; su poca duración — de la vida — asoma apenas sus vastos desdoblamientos. Es cierto, habremos de morir, pero el intervalo sordo de nuestra vida transparenta un torrente de posibilidades vertidas en un plano amplísimo. Cuando Johnson advierte que la actividad del poeta se sostiene bajo el rechazo a la muerte lo hace bajo el pulso latente de esta última introyectada en los recovecos de la vida. Como Lorca, quien intuye que el presentimiento de la muerte sabe que, al no poder arrancarle tajos al pasado, mira hacia el futuro con dulzura, con una voluntad de engaño en el misterio:
El presentimiento
Es la sonda del alma
en el misterio.
Nariz del corazón,
que explora en la tiniebla
del tiempo. 3
La muerte, presupuesta como el final del movimiento, al igual que el reposo, es otra variación del movimiento mismo, otro estado móvil. Nuestra conciencia espuria no determina lo movible; lo aprehende, apuntala una cauda de donde sus diversos eventos se sostienen. Todo, sin embargo, continúa moviéndose con nuestro deceso e incluso nuestro cuerpo se sigue moviendo después de la muerte en el proceso de descomposición. Todo está dispuesto por el ser. Toda cosa «es» conforme al movimiento, conforme a que la cosa venga a la presencia, que pertenece a un eslabón de diversos puntos en fuga, apuntando hacia todas partes; lo que «es» se deja ver, sustrae sus atavíos y encuentra su lugar en el alto andamiaje del mundo, la muerte es la venida a la presencia del tiempo. Todo movimiento se remite a dejarse ver, a dejarse notar, a ser patente y no simplemente escurrirse líquido salpicado desde nuestras manos. Los griegos a esto llamaban λóγος: decir, palabra, enunciar, llamar, apelar, discurso; junto con Heidegger, decimos que el ser humano no es ya más animal rationale (ζῷον λόγον ἔχον), sino que el ser humano es “aquel ser vivo que le es propia la palabra” 4. Que le sea propia la palabra, de igual manera a como los matemáticos griegos usaban el término λóγος, significa que le es propio «referencia» y «relación» a lo que se mueve, que está irrevocablemente unido por su finitud a lo “infinito”. Dentro del pulso de su finitud late la orientación de la palabra hacia las cosas, dentro de la bóveda del movimiento se desenvuelve en busca del sentido perdido de su vida encauzada hacia la muerte. Y, en efecto, esa «relación» corre también a la inversa. La finitud está hasta en lo que no acaba. El «Ser», nos dice Aristóteles, se dice de muchos sentidos, se dice desprendido de muchos principios que atañen a cada cosa particular; llamar a lo que «es» “infinito” implica rebajarlo a la cantidad, su inagotabilidad está en los diversos brotes finitos del continuo; seres que nacen, que mueren, lo que nunca acaba es que todo acaba. Si el Ser es infinito, como decía Meliso de Samos, entonces es uno, pero es evidente que no es así. A la inversa, el ser es este hervidero de plurales acontecimientos mínimos y distintos. El ser es el vaivén que — según Heidegger — los griegos intuyeron como la manifestación de presencias y su retiro en la ausencia, ausencia y presencia que, sin embargo, se pertenecen mutuamente 5. El efecto que esto tiene en nuestra interpretación es que la palabra, aún endeble, retiene algo ¿Una empresa espectral? ¿Un fantasma de las cosas mismas? Lo que sea que esto sea, lo que es evidente es que en esos instantes indivisibles donde el movimiento se hace ver, donde aseguramos que esto aquí es un libro o donde describimos el vuelo cíclico de un zopilote, un punto queda marcado en la palabra. Ese punto no es algo ligero. Ese punto es como un caballón que irrumpe donde este vasto flujo de cosas que — como Crátilo suponía — no son retenidas por la palabra llegan al encuentro. Al ser pronunciada, la palabra ha levantado algo entre el disperso juego de lo móvil. Nos aferramos entonces a las cosas, estamos pendientes a ellas, y aunque la desilusión apague nuestros afectos, estos son también un efecto que vibra dentro del cambio; en realidad, esos afectos irradian sobre los seres la manera en que los cobijamos con el sentido, es un estado nuevamente de pertenencia simultánea, cosa y existencia humana moran ambos bajo el domo del tiempo.
Claro que esto es sólo filosofía, nada más. La filosofía no alivia el latido de la angustia que nos engulle ante la espera de la muerte, la filosofía no cura el silencio, sino que nos empuja hacia su morada vacía en el pensamiento. El paliativo se inscribe de nuevo en el pasatiempo, hacer pasar el tiempo lo más rápido posible para que éste no nos alcance en un momento de quietud. Desatender al movimiento es curiosamente dejarse jalar por él, y ceder no es lo mismo que aceptar. La cosa es atender a los vivos, la cosa es que la muerte sobrevenga como un espejo que resalte la vida; poco de la muerte dice Levinas con su filosofía en contra de Heidegger porque atender a lo otro, atender a lo plural, es lo evidente, la muerte es un misterio 6. Johnson coincide al decir que poco sabemos del estado de los fallecidos porque eso es un conocimiento sin utilidad para la vida. Un autor desde la teología hebrea, el otro desde la fe protestante, el carácter que los diferencia — además de 200 años en la historia — es que para Levinas el olvido no se resume en morir, estar solo, la soledad, el estado más innatural para el existente, resume un destino mucho peor que la muerte y, de hecho, la muerte hace más aguda esa soledad. Antes de tener que atender a nuestra trascendencia, debemos dar la mano al otro. Atendemos a la muerte no con la pretensión de suponer alguna dimensión posterior a su llegada, sino que la ofrecemos como el fenómeno por antonomasia del tiempo. Finito, el hombre vivo sabe que va directo hacia la muerte ¿Esto — albergado en el misterio — no lo impele a preguntar: “para qué? ¿Y, de una manera muy peculiar, el sentimiento que lo cauteriza con esa pregunta no lo empuja hacia la vida? Cuánto tiempo — me pregunto — pasamos preguntándonos cuántas experiencias habremos obtenido cuando se nos acaben los años. La filosofía es a veces hosca con este tema. Ante la huella de las leyes insostenibles de la naturaleza, Epicuro y Zenón nos recomiendan la resiliencia y la indiferencia, un quieto reposo ante la visita de la muerte a un amigo, un sosiego mudo ante el paso inquebrantable de la morada del universo que habitamos. Johnson responde arrobado: “Philosophy may infuse stubbornness, but religion only can give patience”. Quizás no la religión, la paciencia nos infunde con otro sentimiento de abandono, con otra carga; quizás tampoco el filosofar, la filosofía es severa, carece de tacto, carece de afecto. Algo más. Zambullirse en las aguas del río y nadar en su corriente nunca alcanzada.
- Bloom,Harold. The Western Canon, Harcourt & Brace company, 1994, New York, Estados Unidos
- Garcia Lorca, Federico. Poesía, Teatro, Artículos, Círculo de lectores, 1968, Barcelona, España.
- Johnson, Samuel. Serious reflections on the Death of a friend en https://www.johnsonessays.com/the-idler/serious-reflections-friend/
- Heidegger, Martin. Los conceptos fundamentales de la metafísica: Mundo, Finitud, Soledad., Alianza editorial, 2007, Madrid, España.
- Heidegger, Martin. Four Seminars, Indiana university press, 2012, Bloomington, Estados Unidos.
- Heidegger, Martin. Hitos, Alianza editorial, 2001, Madrid, España.
- Heidegger, Martin. Ser y Tiempo, Trotta, 2016, Madrid, España.
- Levinas, Emmanuel. Time and the other and additional essays, Duquesne University Press, 1987, Pittsburg, Estados Unidos.
- cf. Bloom, Harold. “Johnson, the canonical critic” en The Western Canon, Harcourt & Brace company, 1994, New York, Estados Unidos.
- Me veo en la necesidad de citar la carta de Johnson desde la página: https://www.johnsonessays.com/the-idler/serious-reflections-friend/, la cual recopila la mayoría de los ensayos de Samuel Johnson publicados en The Rambler, The Adventurer, The Idler, todas revistas literarias en las que Johnson se desempeñó como ensayista y crítico literario. La página recaba los ensayos de las ediciones publicadas por Penguin.
- Garcia Lorca, Federico. “El presentimiento” en Poesía, Teatro, Artículos, Círculo de lectores, 1968, Barcelona, España, p. 51
- Heidegger, Martin. “Esencia y concepto de φύσις. Aristóteles B1” en Hitos, Alianza editorial, 2001, Madrid, España, p. 230
- cf.Heidegger, Martin. “Seminar in Le Thor 1966” en Four Seminars, Indiana university press, 2012, Bloomington, Estados Unidos, p. 4
- Dejemos algo en claro, esto no significa que para Levinas la muerte no sea un tema filosófico con relevancia. Todo lo contrario. Ante la “oscuridad ontológica” que Levinas lee en Ser y Tiempo reclama una elucidación de la relación entre el Dasein y los otros. En la analítica existencial, dice Levinas, la meditación de lleno se hace con vías de la soledad del Dasein. Hay que recordar, aunque el Dasein está inevitablemente unido al mundo es una toma de distancia lo que le permite el pensamiento sobre el ser. Levinas señala entonces que los análisis de Ser y Tiempo se desprenden o de la impersonalidad del Das Man que sujeta a la vida cotidiana o desde del Dasein solitario, por lo que pregunta: ¿La soledad deriva su carácter trágico de la nada o de la privación del otro que la muerte acentúa?