Duchamp, movimiento, personalidad.

¿Puede el movimiento ser representado? La pregunta parece difícil, pero sólo es cuestión de atender a su palabra clave para descifrar la respuesta. “Representado”, ¿puede el movimiento indicarse a partir de un otro distinto a él? La respuesta es por supuesto. Una mejor pregunta, entonces, sería, ¿hay maneras de representación más adecuadas al movimiento que otras? Esta cuestión amerita mucha discusión y quisiéramos contribuir un poco a ella. ¿Qué puede decirnos el cubismo, en particular el de Marcel Duchamp y su obra Nu descendant un escalier n° 2? Ésta es una obra que representa el movimiento a partir de lo más inmóvil concebible: espacio. Y claro, toda pintura es espacial, la diferencia es que el cubismo no intenta fingir que no lo es; sus obras no pretenden ser lo que no son, sino que exageran eso que son: representaciones espaciales. Acaso en ello se encuentre la clave para comprender lo que no son.


Nu descendant un escalier n° 2 (1912) de Marcel Duchamp

El Nu descendant un escalier n° 2 de Marcel Duchamp nace en 1912 y es visto con rechazo desde ambos lados del Atlántico. Los cubistas contemporáneos a Duchamp lo rechazan por notar en él una influencia futurista demasiado fuerte; los americanos lo ridiculizan por no estar acostumbrados a técnicas de representación no tradicionales. Razones tontas y poco interesantes, si bien las parodias estadounidenses fueron ciertamente graciosas.1 Duchamp, por su parte, rechazó siempre la acusación de influencia futurista. Nosotros preguntaríamos, ¿qué importancia tiene? El culto acrítico a la “originalidad” en el arte nos orilla a ridiculizar obras maestras y a enaltecer ejercicios pueriles. De igual manera, nos lleva a concentrarnos en lo que posee menos importancia, pues, ¿a quién le importa si el cuadro delata una influencia futurista? Al historiador del arte, ciertamente, y él sabrá sacar el máximo provecho del dato al momento de construir sus genealogías; para el resto de nosotros, sin embargo, no pasa de ser una simple curiosidad que hemos de sacar en una conversación cotidiana cualquiera. No obstante, un análisis, así sea completamente neutral, de las influencias detectables en una obra no debe, tampoco, ocupar el centro de una interpretación de ésta. Lo que debe ocuparnos es la obra en sí misma.

Henri Bergson distinguía entre la intuición y el análisis; con aquélla conocemos la cosa misma, con ésta, la cosa a partir de un otro, es decir, no ya la cosa, sino una reconstrucción de la cosa. Con la intuición conocemos absolutamente; con el análisis, relativamente. “Conocer algo absolutamente es conocer la cosa misma; conocerla relativamente es conocerla mediante un signo”2. “Signo” es la palabra con la que Bergson se refiere, en el contexto de su curso de 1902-1903 en el Collège de France, al concepto, cuya característica “más notable” es la “generalidad”3. En lugar de conocer a la cosa misma la re-conocemos gracias a su semejanza con un otro. La relación de semejanza implica la subsunción de la cosa bajo un concepto de suerte que entre en comunidad con una infinidad de cosas asimismo subsumidas bajo el mismo concepto: una comunidad de género. Debemos ver qué implica esta comunidad de género que posibilita la relación de semejanza. ¿Cuál es la semejanza entre el Nu descendant un escalier no° 2 y Simultaneità. La donna al balcone de Carlo Carrà, también de 1912?

En primer lugar, claro, la fecha. También son ambos impresionantes, por supuesto. Hablando en serio, sin embargo, notamos que la semejanza más evidente estriba en el estilo, un uso del llamado “cubismo analítico” que descompone al objeto en componentes geométricos a partir de los cuales se le reconstruye. Esta reconstrucción no apunta a una reproducción fidedigna de lo originalmente percibido, sino, precisamente, a su distorsión. El juego en el que entran los distintos componentes parece tener por fin el impedir a toda costa el re-conocimiento del objeto, buscando, en su lugar, ¿qué? Otra semejanza es el objeto representado: ambas obras nos muestran figuras desnudas4 ocupadas en un acto cotidiano: por un lado, la figura baja por una escalera; por otro… ¿cuelga la ropa? Además (y esto le valió las críticas a Duchamp) en ambas obras parece que vemos movimiento. Ellas no son retratos estáticos a la manera del clásico Retrato de Pablo Picasso de Juan Gris. Una obra que, si bien un ejemplo resplandeciente del movimiento cubista, no tuvo por fin asir el movimiento.

Simultaneità. La donna al balcone (1912) de Carlo Carrà

En él, podríamos decir, asistimos a la pura geometricidad. En Duchamp y Carrà, por otra parte, presenciamos un atisbo de dinamicidad. Resulta harto interesante la adopción por parte de los futuristas italianos del estilo cubista, pues ¿no parecería éste por esencia estar destinado a la representación estática del modelo inmóvil como en el retrato pintado por Juan Gris? La città che sale, de Umberto Boccioni, ciertamente no se vale de ese estilo, sino de uno más reminiscente del impresionismo, más evidente sobre todo en su boceto. Sin embargo, al cotejar, por un lado, la obra de Boccioni, y por otro la de Carrà, ¿no nos parece que la de este último logra mejor su cometido? ¿No hay en él, a pesar de sus bruscos ángulos, de sus rígidas líneas rectas, de sus curvas robóticamente uniformes, una mejor representación del movimiento? ¿Más —podríamos decir— intuitiva? En El pliegue, Gilles Deleuze contrapone los puntos de vista Paul Klee y Vasili Kandinski; para éste, “cartesiano, […] los ángulos son duros, el punto es duro, se pone en movimiento por una fuerza exterior”5; para aquél, por el contrario, el movimiento es siempre interno y, por consecuente, el punto no es “duro”, sino flexible: un punto de “inflexión”, en donde Deleuze ve “el puro Acontecimiento, de la línea o el punto […] la idealidad por excelencia”. Sin necesidad de entrar en detalle sobre el sentido preciso de estos términos, una cosa es, no obstante, clara: lo “ideal” lo es en tanto en cuanto no es “real”, i.e., espacio-temporalmente concreto. Una vez “realizada”, la “inflexión” ya no es tal. O, quizás, la inflexión sólo es realizándose, y por lo tanto jamás es en estado “puro”, sino siempre bajo la “máscara” de su realización. ¿Cuál máscara propicia mejor su comprensión? ¿La curva o el ángulo? Téngase en cuenta que la mejor representación no tiene por qué ser necesariamente la mejor vía hacia la comprensión; es decir, una línea curva nos representa mejor la inflexión, claro, pero, ¿el cuadro de Boccioni nos hace comprender mejor el movimiento que el de Carrà? ¿Que el de Duchamp?

¿Cuál es la semejanza entre el Nu descendant un escalier no° 2 y el Simultaneità. La donna al balcone? El estilo, el objeto, la finalidad. ¿Cuáles son sus diferencias? En última instancia también el objeto les diferencia, pues éste es simplemente similar en los dos casos, mas no el mismo; el estilo, igualmente, es meramente similar, pero difícilmente podríamos decir que es el mismo. Ni aunque se tratase del mismo artista podríamos afirmarlo, pues basta con dar un vistazo al I funerali dell’anarchico Galli de Carrà, terminado en 1911, para darnos cuenta de que, realmente, hay más similitud entre las dos obras de diferente artista primeramente consideradas que entre las dos del mismo Carrà. Mientras más nos detenemos en la observación de las obras más notamos que existe una multitud de diferencias que intentan invalidar las similitudes tentativamente propuestas. ¿No será éste el caso con toda relación de semejanza en general? Bergson distingue famosamente, en su Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia, entre “dos especies muy diferentes de multiplicidad”: una, propia de los objetos materiales; y otra, que revisten los hechos de la conciencia.6 Aquella es “extensiva”, es decir, espacial: remite al carácter siempre provisional de la unidad, siempre susceptible de ser dividida al infinito en fragmentos concretos; ésta es “intensiva”, una multiplicidad que no puede ser fragmentada. A ésta Bergson la calificará de “simple”, a aquélla, de “compuesta. ¿De qué se vale, sin embargo, Bergson para dar con esta distinción? Del conocimiento in-mediato que cada uno de nosotros tiene del fluir de la propia conciencia, es decir, de la intuición de la duración. Esta duración no es más que el antes mencionado punto de inflexión: flexibilidad pura, Acontecimiento, movimiento, tiempo, génesis, producción, ser. Fuente inagotable desde la que mana lo ente. Ahora bien, toda obra de arte que tome por propósito el representar el movimiento deberá, por lo tanto, representar al ser mismo, representar lo absoluto, mediatizar lo inmediato. ¿Lo hace Carrà? ¿Lo hace Duchamp?

Retrato de Pablo Picasso (1912) de Juan Gris

La inteligencia se mueve siempre entre generalidades. Martin Heidegger señalaba en 1923 un “tener ya de antemano la uniformidad del estilo7 presente en toda interpretación de su objeto por parte de una disciplina de estudio cualquiera. Todo encuentro con el objeto implica un entramado de clasificaciones presupuesto que orienta, y, de hecho, posibilita el conocimiento del objeto; atendemos a las cosas ya buscando en ellas un determinado “estilo”. Estos estilos, estas clasificaciones, no son sino conceptos.8 Cuando hemos comparado las obras de Duchamp y Carrà, ¿qué les hemos arrebatado a cada una? Hemos hablado de lo que comparten, del estilo con el que fueron producidas, del objeto que representan, de la finalidad que intuimos en ellas… parece que de lo que no hemos hablado es de ellas mismas. ¿Cómo hacerlo? Preguntándonos por aquello que diferencia a una de la otra y de todas las demás. ¿No lo hemos hecho ya? Pero cuando indagamos por sus diferencias terminamos remitidos igualmente a sus semejanzas. “Ya, desde el punto de vista de las adivinanzas, la pregunta ‘¿qué diferencia hay?’ puede siempre transformarse en ‘¿qué semejanza hay?’”9. Para ilustrar la diferencia entre los tipos de multiplicidad Bergson recurre a un ejemplo: ¿cuál es la diferencia entre contar a los soldados de un batallón y pasarles lista? Para determinar el número de unidades que componen una multiplicidad y debemos abstraer de toda característica diferenciante hasta que ellas no sean más que dos instancias idénticas de una misma especie (“contar los soldados”); no obstante, para contarles es necesario un mínimo de diferencia: su referencia a un absoluto inmóvil, el espacio. Los soldados del batallón serán diferentes sólo relativamente, pero idénticos en sí mismos. Enumerando a los soldados, por otra parte (“pasarles lista”), jamás se llegará a una suma, pues cuando pasamos de uno al otro nos concentramos en él, no ya en el otro. ¿Qué es eso que tiene de único él, que lo diferencia absolutamente del otro sin hacer siquiera referencia a ese otro? Pues la diferencia relativa, la que refiere al otro, es que la que, de hecho, los torna semejantes y posibilita la suma. ¿Qué puede ser eso, entonces, que lo diferencia tan absolutamente de todo lo otro, que ya ni siquiera entra en consideración eso mismo otro? No podemos responder de otra manera: es su personalidad entera.

A esto se reduce todo nuestro problema. Nos mostramos inconformes con el análisis de la obra de arte a partir de un otro (de una categoría, de un movimiento, de un autor, de un concepto); quisimos ir a la obra en sí misma. Más fácil dicho que hecho, claro está, pues ahora vemos que lo que hace a una cosa ser ella misma y no otra no es lo que posea de diferente con respecto a esa otra, sino una diferencia que ya no remite a lo otro, una diferencia absoluta, interna. ¿Y frente a qué puede diferir una diferencia que no remita a ningún otro? Frente a sí misma, difiere de sí misma en el seno de sí misma. Es difícil pensar en esta diferencia interna al tratarse de objetos inanimados como lo son las obras de arte; no lo es ya al tratarse de seres humanos, de personas. ¿Qué hace a una persona ser sí misma? Ella misma, entera; el despliegue de su personalidad en el tiempo, su eterno diferir-de-sí, su inflexión, su acontecer, su movimiento. No sabemos lo que hace a una obra de arte ser sí misma, pero por lo menos sabemos lo que hace a una persona serlo, y podemos ahora preguntarnos si acaso el Nu descendant un escalier n° 2 no nos lo revelaba ya, y de qué manera.

La città che sale (boceto, ca. 1910) de Umberto Boccioni

En un bellísimo texto, titulado La vida y obra de Ravaisson, Bergson dice lo siguiente, “el arte verdadero apunta a restituir la individualidad del modelo, y para eso va a buscar detrás de las líneas que uno ve el movimiento que el ojo no ve…”10. La individualidad del modelo se halla en su movimiento, en el despliegue de su personalidad, de la fuerza de su cuerpo ante la resistencia del entorno. El modelo desnudo bajando las escaleras, ¿no nos lo muestra? Pero, ¿por qué nos lo muestra mejor que La città che sale? No debemos engañarnos, el movimiento es representable, pero impresentable. El movimiento sólo puede ser intuido al moverse quien intuya, Duchamp nos lo deja bien claro. La reconstrucción infinitesimal del movimiento a partir de componentes geométricos jamás estará completa, su fin es un límite ideal. La obra de Duchamp sabe ilustrar la esencial lucha entre el Acontecimiento ideal y su realización espacio-temporal. ¡No se olviden que esto es un signo de lo ideal!, parece decirnos. Y justamente gracias a ello nos orienta a la correcta comprensión de la naturaleza de la individualidad radical, de la diferencia, de la personalidad y del movimiento.

Bibliografía:
  • Bergson, Henri. El pensamiento y lo moviente. Traducido por Pablo Ires. 1ra ed. (Buenos Aires: Cactus, 2013).
  • ———. Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia. Traducido por Juan Miguel Palacios. 2da ed. (Salamanca: Sígueme, 2006).
  • ———. Historia de la idea del tiempo. Traducido por Adriana Alfaro y Luz Noguez. 1ra ed. (Ciudad de México: Paidós, 2017).
  • Deleuze, Gilles. Diferencia y repetición. Traducido por María Silvia Delphy y Hugo Beccacece. 1ra ed. (Buenos Aires: Amorrortu, 2002).
  • ———. El pliegue. Leibniz y el barroco. (Barcelona: Paidós, 1989).
  • Heidegger, Martin. Ontología. Hermenéutica de la facticidad. Traducido por Jaime Aspiunza. 2da ed. (Madrid: Alianza, 2008).

  1. Gracias a los invaluables colaboradores de Wikipedia tenemos a la mano una de ellas.
  2. Henri Bergson, Historia de la idea del tiempo, trad. Adriana Alfaro y Luz Noguez, 1ra ed. (Ciudad de México: Paidós, 2017), 35.
  3. Bergson, Historia de la idea del tiempo, 45.
  4. O eso creemos. En el caso de Carrà es un poco más evidente; en el de Duchamp, sin embargo, hemos de confiar más que nada en el título de la obra, tal y como lo hizo la audiencia contemporánea.
  5. Gilles Deleuze, El pliegue. Leibniz y el barroco. (Barcelona: Paidós, 1989), 25.
  6. Henri Bergson, Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia, trad. Juan Miguel Palacios, 2da ed. (Salamanca: Sígueme, 2006), 69.
  7. Martin Heidegger, Ontología. Hermenéutica de la facticidad, trad. Jaime Aspiunza, 2da ed. (Madrid: Alianza, 2008), 73.
  8. En estricto sentido, no lo serían aún para Heidegger, pero sí para Bergson. Y sólo apelamos a Heidegger por parecernos orientador en nuestra discusión de Bergson. Con todo, no creemos que exista tan grande discrepancia, pues a final de cuentas ambos autores apuntan a lo mismo: a la generalidad de la clasificación.
  9. Gilles Deleuze, Diferencia y repetición, trad. María Silvia Delphy y Hugo Beccacece, 1ra ed. (Buenos Aires: Amorrortu, 2002), 37.
  10. Henri Bergson, El pensamiento y lo moviente, trad. Pablo Ires, 1ra ed. (Buenos Aires: Cactus, 2013), 260.

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