Probabilidad e hiato.

¿Cómo sabemos que el sol saldrá mañana? No podemos saberlo, es imposible asegurarlo. Cuando reconocemos esta verdad, tal y como la reconoció David Hume, ¿realmente qué estamos afirmando? Parece que únicamente reconocemos nuestra incapacidad de explicar algo que, de tener más información a la mano, podríamos predecir con exactitud. ¿Saldrá el sol mañana? No podemos saberlo, pero Dios, intelecto infinito, lo sabe; sabe si saldrá o no mañana porque en su mente posee el conocimiento de la infinidad de variables involucradas en la predicción. ¿Es válida esta creencia? ¿Por qué creemos que, bajo la apariencia de probabilidad, se esconde una necesidad cuyo conocimiento nos está, sin embargo, vedado? ¿Por qué no creer, en su lugar, que la realidad es en sí misma meramente probable? ¿Por qué no más bien considerar la posibilidad de que, bajo una máscara de necesidad, se encuentre el azar más puro y caótico concebible? 


En Potencialidad y virtualidad1 Quentin Meillassoux decide negar la causalidad determinista desde una perspectiva ya no meramente epistemológica, sino radicalmente ontológica. En Entre el tiempo y la eternidad Ilya Prigogine e Isabelle Stengers niegan, igualmente, la causalidad determinista de manera ontológica, no epistemológica. La diferencia consiste, a primera vista, en que la negación de Meillassoux es más extrema. Prigogine y Stengers abogan por una reconfiguración de nuestra concepción de la causalidad; Meillassoux, por su parte, afirma una realidad absolutamente azarosa, hiper-caótica, en la que toda causalidad, compréndasela como se quiera, pierde todo su sentido. A nosotros nos parece que ambas posiciones son sólo aparentemente incompatibles; la incompatibilidad nace únicamente si suponemos que ambas posiciones refieren a lo mismo, y creemos que ése no es el caso. La realidad se compone de dos estratos que, sin estar separados, son sin embargo distintos. Gilles Deleuze refiere a esta particular configuración de nuestra realidad como “pliegue”. Pliegue sobre pliegue, todo pliegue implica (com-plica) una infinidad de pliegues, y su des-pliegue (ex-plicación) no es más que el desplazamiento a otros pliegues. La figura del pliegue nos aporta mediante la analogía visual una manera intuitiva de comprender el modo en que los “estratos” de lo real se comunican; lo ideal es distinto de lo real sin estar “más allá”; se halla mejor dicho “más acá”, en la profundidad de nuestros pliegues. Meillassoux trata todo el tiempo con esta profundidad, con un caos explosivo del cual el mundo ordenado según relaciones causales es sólo el efecto; Prigogine y Stengers no nos hablan más que de este efecto. Uno podría verse tentado, bajo la influencia de la palabra “efecto”, a considerar la empresa de Prigogine y Stengers como derivada y, por ende, de menor importancia. Tal juicio valorativo nace de un prejuicio: la visión metafísica del mundo. Entendemos por “metafísica” lo que, a partir de Martin Heidegger, se acostumbra: la proposición de un fundamento inconcuso que posibilita, explica y sustenta el ser-así del mundo. El modelo de causalidad determinista encuentra su origen en esta visión del mundo; la totalidad de todo efecto se halla comprendida en su causa, y la totalidad del mundo en cuanto efecto se encuentra, por lo tanto, en su causa última, ya sea ésta Dios, ya sea el Sujeto. Dicho esto, se comprende bien el por qué, de entrada, nos parece el “efecto” digno de menor consideración con respecto a su causa; si entendemos ésta, entendemos aquél, y entender aquél no significa otra cosa más que haber entendido ésta. Pero, ¿qué sucede si el esquema causal que sustenta esta visión del mundo se ha resquebrajado? La filosofía contemporánea hace ya mucho que lo ha abandonado; Prigogine y Stengers nos muestran que la ciencia contemporánea también.

La experiencia nos enseña que el tiempo es, de hecho, irreversible; el principio de razón suficiente —formulación mínima de la visión metafísica del mundo— corrige nuestra impresión inicial y nos indica que, más allá de la cuestión de hecho, el tiempo es de derecho reversible, verdad ratificada por la dinámica clásica. ¿Qué entender por “reversibilidad”? Si todo efecto está contenido en su causa, y por lo tanto la totalidad de los efectos se hallan contenidos por la causa última, entonces, en última instancia, la relación entre causa y efecto es una de igualdad. Ahora bien, “la equivalencia entre causa y efecto afirmada por el principio de razón suficiente implica […] la reversibilidad de las relaciones entre lo que se pierde y lo que se crea”2. Es decir, toda causa produce un efecto tal que, si se tornase causa, podría restituir a la causa que lo produjo, ésta a su vez como efecto. Si el tiempo empezase a ir “hacia atrás” terminaríamos por “reconstruir” a la causa primera, esta vez como efecto último. Bien sabemos que, de hecho, el tiempo no va jamás hacia atrás, pero eso no es lo importante; lo que importa es que podría hacerlo, y todo funcionaría igual. A nivel del intelecto el transcurrir del tiempo se revela como ilusorio, un sube y baja de relaciones siempre reversibles en virtud de su subyacente identidad. Por eso para Dios no hay tiempo, Él es puro intelecto. El tiempo nos parece entonces un accidente. ¿No es ésa la verdad platónica por excelencia? La decisión de ir en contra de ella no puede nacer, por lo tanto, de algún impulso arbitrario, de una arrogancia juvenil o de una rabieta cualquiera. Debemos antes que nada habernos tropezado con algo que nos demuestre que el tiempo es, no sólo accidentalmente, sino esencialmente irreversible, de manera que ni siquiera Dios pudiera hacer que fuese hacia atrás; algo que rompa la equivalencia entre causa y efecto.

Esta equivalencia se rompe en cuanto tropezamos con la impredictibilidad. Es únicamente allí donde nos vemos frente a un efecto que no estaba contenido en su causa, que no encuentra explicación en su causa. Ahora bien, con ella nos topamos antes que nada en un lugar, su dominio por excelencia: la experiencia interna. Allí la encuentra Henri Bergson en su célebre Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia, publicado en 1889, así como lo hizo, antes que él, Félix Ravaisson en su Del hábito, aparecido en 1838. Lo importante a remarcar aquí es que no se trata de que la impredictibilidad sea algo propio de la experiencia interna; más bien, lo que estos pensadores descubren es que nuestra experiencia interna se halla en continuidad con el resto de la naturaleza y de lo real entero; es decir, ella no es sino un grado extremo de algo cuyo despliegue constituye la naturaleza toda. Ese “algo” es la realidad misma. No existe, por lo tanto, una esfera subjetiva aislada del mundo externo, sino un continuo concreto que adopta una diversidad de formas dependiendo del grado que se observe: en un extremo, materia inorgánica; por el otro, conciencia. No ámbitos absolutamente separados, sino dos polos opuestos del mismo y único espectro. Hay, además, una dirección evolutiva bien establecida entre los grados que va de lo más simple a lo más complejo, siendo la conciencia el culmen de la complejidad. En ella, pues, encontramos replegada (com-plicada) la totalidad del espectro.3

Quentin Meillassoux

Lo complicado se explica, lo replegado se despliega, y hemos dicho que el despliegue consiste en el desplazamiento hacia otro pliegue. En la experiencia que cada uno de nosotros tiene de su conciencia, ¿no sentimos allí el despliegue? Un desplazamiento que no agota jamás la profundidad replegada, aunque la repliegue de manera distinta. Bergson insiste en ello repetidamente: la conciencia es indivisible, a cada “instante” sentimos allí nuestra personalidad entera, si bien “confundida”. Hablar de “instantes” comienza a perder así su sentido. Preferimos entonces hablar de “despliegue”, pliegue y repliegue, de pliegue en pliegue, pliegue según pliegue. Si nuestra experiencia “interna”4 niega al tiempo en cuanto sucesión de instantes, es decir, si reemplaza a la multiplicidad extensiva por la cual solemos tomar al tiempo, por una multiplicidad intensiva, ¿no ha de tener esto consecuencias metafísicas omniabarcantes? Si el tiempo no se define como una “sucesión de instantes”, ¿cómo entender entonces la relación entre causa y efecto? Recordemos que la solución kantiana al “problema de Hume”5 requirió abstraer de la empiria y aislarse en lo trascendental, ámbito exclusivo del tiempo puro. Los esquemas, reglas para la subordinación de impresiones bajo categorías, se definían como “determinaciones trascendentales de tiempo”. El esquema para la categoría de causa y efecto era la sucesión. La defensa de la causalidad determinista necesitó en última instancia de definirla en términos de tiempo, y nada más que de tiempo. Pero el tiempo kantiano, es bien sabido, es una multiplicidad extensiva. ¿Qué resta para la causalidad determinista si su máxima defensa descansa sobre lo que venimos de rechazar?

Meillassoux comienza Potencialidad y virtualidad con un brevísimo estado de la cuestión: ¿qué ha sido del problema de Hume? “Ha conocido el destino de la mayoría de los problemas ontológicos: un progresivo abandono, legitimado por el fracaso persistente con el que se han topado las diferentes tentativas de resolución”6, de suerte que se ha pasado de ver en él una cuestión ontológica a considerarle un problema estrictamente epistemológico; no remite a lo real, sino a la práctica científica. Meillassoux busca restituir el estatus ontológico del problema de Hume y “resolverlo” mediante una vía que, según parece, no se había tomado suficientemente en serio. No ir en contra de Hume, sino darle la razón, darle más razón incluso de la que él mismo buscaba. No se trata de nuestra incapacidad de fundamentar racionalmente la causalidad —por otra parte empíricamente evidente— en la naturaleza, sino de la a-causalidad ínsita en la naturaleza misma. Todos los anteriores intentos de solución al problema de Hume presuponían la visión metafísica del mundo, y la pregunta a responder se reformulaba las más de las veces de la siguiente manera: ¿por qué nos vemos incapaces de dar cuenta racionalmente de lo que sabemos es el caso, i.e., de la causalidad determinista rigente en lo real? Meillassoux responde: porque la causalidad determinista no es racional; el principio de razón suficiente es, de hecho, la máxima expresión de la irracionalidad. “El principio de razón suficiente constituye así otro nombre para lo irracional, y su rechazo, lejos de ser una forma de delimitar la razón, representa, en mi opinión, la condición misma de su reactualización filosófica”7. ¿Por qué es éste el caso? Haciendo eco de un argumento que desarrollaría con más amplitud ese mismo año en su Después de la finitud, Meillassoux concede poder absoluto al principio de no contradicción. Las “relations of ideas” de Hume se regían por él, ya no sus “matters o fact”, ¿por qué? Porque en éstos siempre resta la posibilidad de que lo que fue el caso no lo hubiera sido, no existe contradicción alguna entre su ser y su no ser. Parece entonces que el principio de no contradicción es omnipotente en la lógica, no ya en la realidad. Yendo contra el prejuicio metafísico Meillassoux afirma: precisamente porque no existe contradicción alguna entre lo que fue y lo que pudo haber sido es válido también para lo real el principio de no contradicción, simplemente no afirma su necesidad, sino su contingencia; afirma, no su ser-así, sino su poder-ser-otro.

Ahora bien, éste es sólo el primer paso del argumento de Meillassoux, pues una vez establecida la contingencia de la realidad, que es en última instancia la contingencia de las leyes de esta misma realidad, surge la pregunta: si no son necesarias, ¿por qué no cambian? Y aquí entramos propiamente en la “disputa” entre Meillassoux, por una parte, y entre Stengers y Prigogine, por la otra. Para Meillassoux, la simple pregunta responde a un razonamiento inválido de corte probabilista que también peca de metafísico, la probabilidad en sí misma es pensamiento metafísico. Para Stengers y Prigogine, ese mismo pensamiento probabilista representa la vía para una reconfiguración y revitalización de la idea de causalidad, ahora ya no determinista. A Ilya Prigogine sus investigaciones en torno a su concepto original de “estructuras disipativas” le valieron el premio Nobel en química en 1977. Una estructura disipativa representa el emerger espontáneo de un orden en el seno del caos; una diferenciación productora de entropía en el seno de lo homogéneo desordenado. Ahora bien, la importancia ontológica de estas estructuras yace en su esencial impredictibilidad. Hay que hacer énfasis sobre esto, tal y como lo hacen Prigogine y Stengers. Cuando pensamos en la probabilidad de un acontecimiento nuestro razonamiento implícito es muy similar al criticado por Meillassoux en las tentativas de resolución al problema de Hume: el carácter probable de un hecho es relativo a nuestro intelecto finito, a nuestra incapacidad de cotejar la totalidad de las variables involucradas en el cálculo. Nuevamente, para un entendimiento infinito, para Dios, no existe lo probable, sólo lo necesario. Éste es, en esencia, el ejercicio mental del demonio de Laplace. Entendamos que negar la probabilidad en favor de la necesidad metafísica es equivalente a afirmar la reversibilidad de iure del tiempo: en ambos casos lo que opera es una identificación de causa con efecto y una consecuente negación del tiempo mismo. En efecto, la cadena causal sólo es de derecho reversible si es necesaria, y es necesaria porque es de derecho reversible. Prigogine y Stengers salvaguardan la realidad del tiempo al proponer que la realidad no esconde una necesidad bajo una apariencia de probabilidad, sino que es en sí misma solamente probable, tal y como lo son las estructuras disipativas.8

Ejemplo de estructura disipativa.

Meillassoux, no obstante, niega que la realidad sea en sí misma solamente probable; la probabilidad, para él, permanece subordinada a la necesidad, a la metafísica. “La creencia en el azar es una creencia inevitablemente metafísica, ya que incorpora la creencia en la necesidad factual de leyes probabilísticas determinadas, ante las cuales no es más posible razonar que de la necesidad de supuestas leyes deterministas”9. La probabilidad implica la postulación de un conjunto trascendente de hechos “potenciales” susceptibles de actualización según unas leyes probabilistas determinadas y en sí mismas necesarias. Por ello Meillassoux rechaza el “azar” en favor de un hiper-azar, el caos en favor de un hiper-caos. Nosotros nos preguntamos, ¿es realmente la crítica de Meillassoux a la probabilidad aplicable a la propuesta de Prigogine y Stengers? Recordemos la distinción hecha entre dos concepciones posibles de la probabilidad, llamémosles relativa y absoluta. La probabilidad relativa debe ser rechazada si queremos salvaguardar la realidad del tiempo. Ahora bien, recordemos igualmente lo dicho al inicio de este texto, la distinción entre el caos explosivo y su “efecto”. Permítasenos utilizar por fin la palabra que queremos utilizar: Meillassoux habla siempre del acontecimiento; Stengers y Prigogine, de su residuo. “El acontecimiento ya no es lo que tiene lugar en el tiempo, simple efectuación o movimiento, sino la síntesis trascendental de lo irreversible, que reúne y distribuye el antes y el después a uno y otro lado de una cesura estática, el Instante. De él deriva la sucesión, el ‘curso empírico del tiempo’”10. Ambas propuestas refieren a niveles distintos de análisis que revelan facetas opuestas, pero complementarias, de lo real. Esa “cesura estática”, el Instante, el hiato que desgarra lo real para hacerlo mover, que lo mutila para transformarlo, es lo  absolutamente impredecible por antonomasia. Prigogine y Stengers están de acuerdo, y su posición podemos resumir ahora de manera muy simple: el acontecimiento escapa a toda probabilidad, pero, atendiendo a su residuo, ¿no podemos intentar predecirlo de todas maneras? Si aceptamos que nunca lograremos una predicción absoluta en virtud de la contingencia absoluta del acontecimiento, pero reconocemos igualmente en su residuo una susceptibilidad al análisis probabilista, ¿realmente pecamos de metafísicos si así lo analizamos? ¿No estamos, en el fondo, todos de acuerdo?

Bibliografía:
  • Meillassoux, Quentin. «Potencialidad y virtualidad». En Hiper-Caos, traducido por Jorge Fernández Gonzalo, 1ra ed., 93-119. Salamanca: Holobionte Ediciones, 2018.
  • Prigogine, Ilya, y Stengers, Isabelle. Entre el tiempo y la eternidad. Traducido por Javier García Sanz. 2da ed. Buenos Aires: Alianza, 1992.
  • Zourabichvili, François. Deleuze. Una filosofía del acontecimiento. Traducido por Irene Agoff. 1ra ed. Buenos Aires: Amorrortu, 2004.

  1. Artículo recogido en la compilación Hiper-Caos, por Holobionte Ediciones.
  2. Ilya Prigogine e Isabelle Stengers, Entre el tiempo y la eternidad, trad. Javier García Sanz, 2da ed. (Buenos Aires: Alianza, 1992), 29.
  3. Ésta sería, estrictamente hablando, la posición de Ravaisson, mas no la de Bergson. No tenemos, sin embargo, motivos para ahondar en ello en este texto pues, aunque lo hiciéramos, no afectaría en nada al resto.
  4. Adjetivo cuya arbitrariedad ahora reconocemos, si bien conservamos por conveniencia.
  5. Así tiende a llamarlo Meillassoux, quien lo define como “el problema de los fundamentos de la conexión causal”. Quentin Meillassoux, «Potencialidad y virtualidad», en Hiper-Caos, trad. Jorge Fernández Gonzalo, 1ra ed. (Salamanca: Holobionte Ediciones, 2018), 93.
  6. Meillassoux, «Potencialidad y virtualidad», 93.
  7. Meillassoux, «Potencialidad y virtualidad», 99. Énfasis del autor.
  8. El lector podrá preguntarse, justificadamente, el por qué esta importancia ontológica que se le atribuye a las estructuras disipativas. ¿Por qué considerarles como reveladoras de una verdad esencial de la realidad y no simplemente como casos aislados asimilables a un marco metafísico? No contamos aquí con el espacio para ahondar en ello, queremos sin embargo advertir al lector que Stengers y Prigogine no están, de ninguna manera, pecando de arbitrariedad.
  9. Meillassoux, «Potencialidad y virtualidad», 108.
  10. François Zourabichvili, Deleuze. Una filosofía del acontecimiento, trad. Irene Agoff, 1ra ed. (Buenos Aires: Amorrortu, 2004), 120. Énfasis del autor.

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