
¿Qué vale como efectivamente real? Lo pregunto mientras tengo unas reales ganas de ir al baño. Mientras invoco la imagen mustia de una persona que conocí hace un año y me parece efectivamente real. Si pensamos que el presente fugaz es la corriente de un pasado que se realiza desde el fluido de su porvenir, reconoceremos que muchas cosas efectivamente reales nos rondan la cabeza. Cosas intangibles y, en ocasiones, cosas muertas.
Pero tanto lo muerto como lo ausente son efectivamente reales. Una ausencia se encarna como una marca o una cicatriz real. Y otra ausencia invisible, vislumbrada apenas en el pensamiento pasajero, se insinúa en toda presencia. La presencia no se reconoce con los ojos sino con el pasado. Un pasado que sigue insistiéndose es lo que experimentamos como presencia. Después de todo, detrás de todo eco reconocemos la voz original. ¿Y no será entonces que hablamos por medio de ecos y no por palabras? La inversión de señas a palabras nos seduce porque la duración de una seña nos indica alguna cosa que se remite a una ausencia. Di algo en voz alta. Dilo, o mejor, espera a que alguien diga algo en voz alta. Estate atento: al proferir palabra nos queda un grano de voz. Nota cómo parece faltarle algo al sonido, cómo un sonido, una voz, resuena dentro de la cabeza disipándose, y advierte cómo le imprimes un significado a ese sonido disipado. Pareciera que con esa operación has atrapado un pedazo de presencia y que ese amasijo desgajado fuera ahora lo que sonaba.

Juguemos a otra cosa. Toma cualquier objeto: un clavo o una hoja de papel sirven, también funcionan una silla rota o una colilla de cigarro desechada. Toma el objeto en tus manos y manténlo frente a ti. Ve sus contornos, repara en su color, observa bien ¿eh?; si tiene marcas o abolladuras, si es terso o áspero, míralo muy bien. Reconoces el pasar del tiempo efectivamente real, lo ves surcar los bordes amarillentos, la tela apolillada, la superficie ajada y el interior reseco. Mira esto aquí, es algo arrugado. Mira a este otro, es algo húmedo. Pasa tu dedo sobre tu objeto y siente la porosidad de sus años. Muy bien ¿Ya tienes tu objeto entre tus manos? ¿Ya has visto todos sus accidentes, todas sus marcas, sus hendiduras y heridas? Muy bien, excelente. Ahora di su nombre. Dilo, pronuncia el nombre de ese objeto ¿Qué pasa? Sientes que el objeto se resiste a lo que dices ¿No es así? No pasa nada. Es normal, en serio. A todo el mundo le sucede esto cuando juega a este juego. Ahora dudas que yo tenga razón. Piensas que mis palabras son mendaces, piensas que te quieren causar confusión, que te he engañado, que esto efectivamente real es un juego, una mentira burda e infantil, piensas que no estoy presente y que, por lo tanto, no puedo decirte qué hacer. Pero mira, repara de nuevo en las arrugas, las grietas, las marcas de tu objeto ¿No niegan cada una de estas cosas tan distintas que tu sentido de insolencia y pedantería las resume en una sola palabra? Tu objeto permanece una comunidad de vacíos y de plenitudes, un hervidero de algos y nadas, y tú con tu actitud abrasiva y tu presunción corriente quieres condensar a tu objeto en una palabra. Tú dices arrogantemente piedra o zapato, hilo o botella, con tu pompa y tu ampulosa cerebralidad, añades uno o dos adjetivos: roto, viejo, nuevo, descompuesto, y ya, listo. Pero ahora estás frente a tu objeto, estás frente al que te ha servido tanto tiempo. Observa a tu esclavo, obsérvalo y admite tu crueldad, que lo has puesto bajo tu servicio y lo has hecho a tu imagen. Lo haces. Compareces ante el objeto. Comprendes lo que has hecho, lo haces sabiendo que ninguna palabra podrá adecuarse a esa cosa que sostienes en tu mano y que te resiste. Esta cosa que oprimes con tu mano, la que te rechaza con su absoluto silencio, este objeto que se desnuda de los nombres y los puede vestir todos es efectivamente real.
Piensas ahora que quizás tú eres similar a estas cosas. Tienes un nombre, tienes una voz, puedes responder a los llamados y a veces sostienes diálogos con el cielo. Pronuncia tu nombre. Muy bien. Dilo varias veces ¿Qué imágenes suscita esa palabra, eres tú representado en ellas, encarnado en esa palabra? ¿Recuerdas todo al hilo de la pronunciación de tu nombre y apellido? ¿Cuando escuchas tu nombre, qué virtudes, qué pecados asaltan tu interior? Ahora quieres decir tu nombre en voz alta, quieres gritarlo y encarnar la imagen susurrada en tu interior. Pero te parece ahora imposible ¿Qué pasa? Vamos, di tu nombre claramente ¿Estás ausente o estás presente? Desgrana tu nombre, ve letra por letra, no dejes que caiga, sosténlo fuerte. Abraza a tu nombre con tal fuerza que no se filtre entre los resquicios de tu cuerpo. Preguntas ahora si también tu cuerpo es un nombre, eso no lo sé. Todos tus esfínteres se tensan tratando de retener esa ficción. Consérvalo. No lo dejes ir. Cada una de sus sílabas puede cobrar vuelo y después es todo un teatro alcanzarlo. Luego puedes preguntar frente a la mirada de quién eres juzgado, qué mano te sostiene y entiende que como lo inerte de hace un momento tú también te resistes. Luego, cuando tu nombre no se esté vertiendo entre tus poros. Ahora haces bien en contenerte. Ahora pondrás todo esfuerzo en mantenerte y comprenderás que cualquier mirada te traiciona, que un llamado — digamos, para salir al cine o ayudar con los deberes — te hace espectro. También ese fantasma que ronda por los corredores de tu nombre es efectivamente real. También esto que no es escritura ni voz es efectivamente real.
Sospecho que juntos hemos llegado a una conclusión, pronunciado por lo menos una razón. Nuestro diálogo ha culminado en alguna verdad quieta. Dudo que nuestra razón sobreviva mucho tiempo, la veo como el recién nacido abandonado: cadáver petrificado dentro del nido invernal. Antes de que terminemos, tengo otra pregunta ¿Has saciado con nuestro diálogo a tu nombre, has visto ascender desde tu sombra una luz que penetra la oquedad de tu ser? El nombre, míralo atravesarte, ha abierto una herida por donde supura una luz con trayecto al polvo. Espera, no mires hacia arriba todavía. Sigue con tu mirada el tramo que atraviesa a tu cuerpo desde el recto hasta la coronilla. Observa cómo te ha dividido en dos fragmentos oscuros y sin embargo los dos son llamados por la misma palabra. Escucha esa incisión, un llamado surge desde su luz. Esa línea que te recorre no es ni por un momento tangible. Es quizás el signo que comunica a las dos mitades, la señal que le dice a una que la otra está presente. Y, sin embargo, esa luz que te atraviesa es efectivamente real.
Sé una de las dos sombras. Sumérgete en los abismos de tu herida universal. Respira sus aguas tersas, pero no pienses tocar esa línea que las separa. Su luz te cegará, te dejará calcinado. Pero, ¿qué digo? Tú no puedes tocar esa luz. Tan sólo puedes verla en el horizonte. Quienes se han acercado a unos pies de ese faro se han convertido en brasas. Pues bien, te he mentido, tengo otra pregunta: ¿Qué mitad serás? Antes de que contestes mira detenidamente, en sus sombras se distinguen matices. No te resistas ya y deja que te llame polvo o lava. También así eres efectivamente real.
14 de agosto, 2025.
